Montevideo, día miércoles, alrededor de la hora veintiuna. Bajo de un ómnibus local en la zona de Tres Cruces para subirme a uno interdepartamental rumbo a mi casa, después de un largo día de trabajo. Ya el primer bus tiene problemas en estacionar porque un carro con caballo y sin "ojos de gato" circula adelante en una hora con mucho tráfico. Me dispongo a caminar y a cruzar avenidas para llegar a la terminal. Siento un : "¡Dale! ¡Daaaaleeeee!" y veo pasar al lado mío a otro carro tirado por un caballo flaco con la boca llena de espuma. El que grita va en el carro cargado hasta el infinito de cosas y sin ninguna señalización para circular en la noche. Siento lástima, bronca, impotencia. Lástima por el pobre animal maltratado, cansado, seguramente enfermo, entre un mundo de asfalto, ruidos, luces. Bronca por el sujeto que va sentado y cómodamente recostado en el carro, gritando, exigiendo, poniendo en peligro su vida y la de los demás. Impotencia hacia un sistema que no educa, que premia al "malandro", que castiga al honesto. No permitir en pleno siglo veintiuno la tracción a sangre en condiciones extremas no es redituable. El carro no paga patente de rodados. El conductor no tiene dinero para pagar multas. El animal no habla y por consiguiente no se queja. El mediocre abusador del que considera en condiciones inferiores existe en todas las clases sociales.
Me encantaría saber que pasaría si en el próximo viaje a "la capital" me subo a un carro y salgo como loooca al galope de un pobre cuadrúpedo por la Interbalnearia. Situación que no es descabellada, la he visto protagonizada por menores.
Mientras tanto, me trago la rabia, me subo al ómnibus y en la mañana del otro día yendo hacia mi oficina en un auto que cumple los años de mi hijo mayor ( veinte) me tengo que bancar la soberbia y los insultos de un hombre de gorro hasta la frente, bufanda tapando la nariz, en un día que no amerita tanto abrigo, que pide ( ¿ o roba elegantemente?) a los pobres infelices que paramos en los semáforos del cruce de las avenidas Acuña de Figueroa y Roosevelt de la ciudad de Maldonado.
Porque claro, los "ricos" con auto tenemos que ser mayores de edad, tener autorización para conducir, los caballos de fuerza de nuestros vehículos no tienen boca que largan espuma y debemos parar en los semáforos en rojo, aunque corramos el riesgo de ser asaltados por los malvivientes, jóvenes, sanos, fuertes, que prefieren la limosna por el miedo que el trabajo digno, aunque sea juntando las piñas que caen de los árboles y vendiéndolas casa por casa.
Allí están, hace tres años, a pocas cuadras de la Intendencia Municipal, invisibles para los inspectores que pasan varias veces. No son negocio. Tampoco son una "herencia maldita". Son el producto de una sociedad que perdió sus valores y de un gobierno que castiga al trabajador y ampara al delincuente.
He dicho. Manden palos que este cuerpito aguanta.