En esos días no me siento cansada, ando llena de energía y no recuerdo mis sueños. La vida fluye, parece que se hace más fácil. Pero llega un momento en que el temor se empieza a sentir y entonces mis antenitas se esconden automáticamente y enseguida me invade la rutina de la "vida común".

El viernes el trabajo que era mucho se hizo fácil, las palabras fluían, el entendimiento era instantáneo, las coincidencias para adelantar camino se sucedían.

En la noche, haciendo un recorrido que he hecho cientos de veces y por años, pensé que atravesaríamos una zona donde los malvivientes arrojan piedras a los vehículos, tema que nunca se le había planteado a mi cabecita y que no había sucedido en mis viajes anteriores. Minutos después sentimos un ruido y el chofer del ómnibus nos pidió que cerrásemos las cortinas porque estaban tirando piedras.

Al día siguiente, en un taxi rumbo al teatro, mi pensamiento itinerante se acordó de una conversación que había tenido con mi hijo y como consecuencia en una amiga de mi primogénito. El taxista decidió dejar Corrientes por un embotellamiento y dobló imprevistamente por Callao y allí, en los semáforos que hay a unos metros de la esquina, estaba parada Isabel, la chica en cuestión. ¿ Qué posibilidades había, en una ciudad de millones de habitantes, de encontrarme con ella, minutos después de recordarla y en una decisión tomada unilateralmente por una persona que nunca había visto y seguramente no me cruzara nunca más?

Y es ahí cuando mis antenitas pierden sintonía, me asusta saber lo que vendrá aunque no seguir "enchufada" signifique que la vida se haga más cruel, más imprevisible, que se vaya la magia y vuelvan las pesadillas.